Revista Eduhistoria V.8

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viernes, 27 de marzo de 2015

Leyenda de la Garita del Diablo completa

I 

Dina era una mestiza atrayente, una flor natural de aroma incitante, una doncella gallarda, pelinegra y de vivarachos ojos, hija de un español, capataz cuadrillero de la Real Hacienda y de una india pura acanelada, resto de la aborígena raza. Procedía de la Indiera, de San Germán, refugio de los autóctonos nativos. 

La esbelta moza tenía dieciocho primaveras y no había salido sola a la calle ni una sola vez. Recluida en su ruin casucha del alto de San Cristóbal, sus fiestas se reducían a oír misa en la iglesia de San Francisco, en unión de una tía que la acompañaba, hermana de su padre, pues la madre había muerto al darla a luz. 

Los mayores embelesos de Dina eran ver desfilar las escuadras del Regimiento Fijo de Artillería, cuando a tambor batiente pasaban frente a su terrera casucha los esbeltos militares, a cumplir el precepto religioso de los domingos. Aquellos muchachos, fornidos, derechos, vestidos de blanco, portando el corto y ancho machetín, que al marchar batía sobre el muslo del militar, le sorbían los sesos a la linda moza, recatada y núbil. Se quitaba del antepecho de la puerta, cuando la tía la regañaba con insistencia gruñona y le ordenaba entrar y cerrar la persiana. 

"¡Ya te he dicho que cuando pase la tropa debes entrarte, pues es gente atrevida y descarada!" 
"Ya lo sé, tía!" replicaba displicente la sobrina "pero me gusta contemplar los militares, por su garbo y precisión de andar; y además, me agrada tararear el paso doble que toca la charanga." 

II 

A la tía de Dina dió una fuerte ictericia y el físico del Regimiento del Fijo, le ordenó que paseara al sol, después de tomar unos amargos brebajes que le propinara. 

Dina acompañaba a su tía a pasear por el abanico, el gran rediante del castillo de San Cristóbal. Poco a poco se fue familiarizando con los fosos y contrafosos, baterías y casamatas del Fuerte, hasta conocerlo todo él al dedillo. Y mejor aún, cuando hizo amistad con una de la familias de militares subalternos, de las que estaban acuarteladas en las bóvedas. Y de este ir y venir de la casita, no pudo evitar que algunos soldados se fijaran en la esbeltez de sus carnes, cuyas finas curvas ceñían y hacían temblar la fina muselina de sus traje, y provocaban chicoleos y requiebros a la linda criolla. 

Dina era pura como un lirio en capullo que empieza a entreabrirse a las caricias del sol. Y con los galanteos y requerimientos amorosos de los militares se ponían rojas como el jacinto sus vírgenes mejillas, a pesar de su trigueña tez; y la casta doncella se veía obligada a apresurar el paso. 

Por fin hubo unos ojos picarescos, de un buen mozo, que se le metieron dentro del corazón y que los veía luego en todas partes, y con los que soñaba, convocándole amorosas pesadillas. Eran los ojos de un soldadito llamado Sánchez, y que por su intensa palidez los compañeros lo apodaron Flor de Azahar. El atrevido galán era Andaluz de buena cepa y tocaba la guitarra con facilidad extrema y trovaba de afición, entonando unas endechas con gracia y soltura. Había puesto sitio, como decía su capitán, a la plaza fuerte de la vecina moza, a la que dejaba loca y desesperada de amor con sus intencionadas coplas. 

Recogida la muchacha en su casita, solía oír el ritmo rasgueado de las cuerdas de la guitarra, que cadenciosamente llenaban la atmósfera de sus dulces sones, sacudidas por la hábil mano de Flor de Azahar. Y de vez en vez, dejaba el militar en los oídos de la inocente doncella, con pertinaz osadía, y melancólico acento, esta copla: 

"Bella Dina, Bella Dina 
Quiéreme, por Dios, mi cielo, 
que la suerte me es indina 
Se tu, niña, mi consuelo!" 

La moza, acongojada y palpitante, daba vueltas en la cama, como si su lecho tuviese espinas punzadoras, atosigada por la luminosa quimera de la vida. Y tras lánguidos esperezos se entregaba al insomnio. La guitarra seguía gimiendo de cuando en cuando la dulce canción y el veneno de la estrofa se filtraba lentamente en el alma de la infeliz doncella. Su espíritu quedó al fin aprisionado en la tela de oro de aquella melosa endecha, que le hurguía las entretelas del corazón. 

Una profunda tristeza invadió a la gallarda Dina, que amaba ya a Flor de Azahar con una intensa pena, pues le veía sujeto a una rigurosa disciplina, cuyos trabajos le tenían tan pálido; sin poder tener el consuelo de aliviarlo en algo, dándole entrada en la casa, porque la tía no quería cuentos con militares, gente atrevida de manos. 

III 

En el castillo de San Cristóbal existe una garita, alejada de la plaza, que da al lado norte y parece que se interna en la mar. Es un punto estratégico para atalayar la costa hacia el Escambrón y hacia el sospechoso horizonte marítimo. 

En una de las noches que le tocaba a Sánchez, la vigilancia de este punto, sintió Dina deseos irresistibles de charlar con él, que era el único delirio de su fantasía. En todo el día no le había podido ver, y llegaba la prima noche no hubo el consuelo de oir la canción favorita al lánguido son de la guitarra, que penetraba en su alma como una plegaria. 

Esperó la muchacha a que su tía se durmiese, y una vez cerciorada de ello, al oír sus acompasados ronquidos, entre-abrió quedamente la puerta de la calle, y se deslizó, por detrás de la muralla, hacia la conocida garita, que se destacaba con negruras de basalto entre el brumoso celaje de la costa del mar. Allí estaba haciendo fielmente su guardia Flor de Azahar. 

La luna cayendo hacia poniente, lanzaba mortecinos resplandores. El mar cabrilleaba, pálidamente con los últimos reflejos de la protectora de los amantes, y la ola, sin murmullos, lamía suavemente los peñascales. Cuando un rayo lunar, rompiendo la bruma, lanzaba serpentinas plateadas, al caer sobre las dormidas ondas dejaba un rastro de luz, como bruñido acero refulgente. Sombras y tristezas rondaban en torno del castillo y envolvían a Dina, que avanzaba con sigilo por conocida senda hacia el atalaya, donde estaba su novio. 

"Flor de Azahar" dijo tímidamente la garrida moza, abre la garita, con una voz suave y leda, que rompió el silencio de aquella aterradora soledad. 

Sánchez oyó el amoroso suspiro de la doncella, le palpitó el corazón con violencia, dejó el fusil y se precipitó en los brazos de Dina, cuya negra pupila de enamorado febril lo trastornó poniendo fuego de amor en sus venas. Único instante feliz de sus amores hasta entonces. Un tenue claro de luna agonizante aprisionó en su argentino encaje a Flor de Azahar y a Dina. Dejemos al dulce misterio de la noche lo que es del dulce misterio de la vida! 

IV 

"Centinela, alerta!" gritó al poco rato el guardián del Caballero de Austria del castillo; y el grito del soldado vigilante fue repitiéndose de garita en garita, rompiendo el mutismo nocturnal de la fortaleza, hasta llegar a la que ocupaba Sánchez. El pájaro negro del silencio reinaba en aquellos contornos. Nadie contestó en el atalaya, cuya custodia correspondía a Flor de Azahar. 

La ronda de vigilancia encontró al siguiente día, al relevar la guardia, que Sánchez había desertado, dejando el fugitivo su fusil y la cartuchera en el lugar entregado a la lealtad. No era el primer caso que ocurría en aquella triste garita. Así que la gente crédula y supersticiosa continuó afirmando que Lucifer con sus hechizos había cargado con el pobre soldado, que tal vez estaría en pecado mortal; pero los duchos en el arte del querer fuerte se dejaban decir, que para ellos, Cupido era el que se había robado a Flor de Azahar, pues eran gran coincidencia que también la bella Dina hubiera desaparecido de su casa. Tal vez la amante pareja se había refugiado en la Sierra de Luquillo para formar allí su nido de ternezas plácidas; 

Desde aquel día se llamó aquel sitio "la Garita del Diablo" porque nadie quitó a la estúpida vecindad que el Espíritu Maligno había intervenido en la desaparición del soldado desertor. 
el

Fuerte

LEYENDA DEL PERRO DE PIEDRA



Un poco mar afuera, no muy lejos del Castillo de San Jerónimo, se levanta una estructura coralina que ha sido fuente de muchas bellas canciones folklóricas y de cuentos y que conocemos como La Piedra del Perro. Observándola desde un ángulo recto, puede apreciarse claramente un perrito posado sobre la inmensa masa de coral, vigilando con paciencia el tranquilo mar abierto y la firme línea del horizonte.

Dice la leyenda que cuando el Castillo San Jerónimo era una fortaleza militar española a cargo de proteger la costa de la isla de ataques enemigos, vivía allí un joven soldado llamado Enrique, que por estar tan lejos de su hogar y familia, se sentía solo y nostálgico por lo que buscaba un compañero. A diferencia del resto de los soldados en el fuerte, quienes habían sido educados desde niños para convertirse en guerreros y militares, toda su vida Enrique había sido un sencillo agricultor que ingresó en el ejército buscando aventuras y viajes por lugares exóticos.

Un día, mientras paseaba por las calles del Viejo San Juan, oyó un doloroso quejido proveniente de uno de los callejones. Tirado en una cuneta, con una pata malamente herida, se encontraba un perrito abandonado, que Enrique con mucho cuidado tanteó el débil cuerpo macilento, sonrió y le dijo a la infeliz criatura “No te preocupes amiguito, pronto estarás sano y corriendo por ahí”.
Después de semanas de descanso, el perrito había engordado y se veía muy enérgico. Pegado a los talones de Enrique, le acompañaba a todas partes provocando así risas y comentarios de los otros soldados. Un día el oficial superior de Enrique le preguntó cuál era el nombre de su mascota, a lo que contestó “Se llama Amigo, señor”.

Meses más tarde se recibió la noticia que España necesitaba hombres en Cuba, por lo que Enrique cayó entre los que debían partir. Tristemente, Enrique se despide diciendole a Amigo "No te preocupes, que yo regresaré, los compañeros aquí te cuidarán bien”. Amigo se quedó mirando el barco hasta que desapareció y entonces, se tiró al agua por uno de los lados del fuerte y nadó hasta llegar a un arrecife de coral que se encontraba en la base de la muralla. Subió a lo alto del arrecife y allí esperó el regreso del barco de Enrique, lo que continuó haciendo por muchos meses.
Otro día, se recibió la noticia de que mientras Enrique defendía su país en una brutal batalla naval, su barco se había hundido y con él todos los hombres a bordo. Todos los soldados en el Castillo San Jerónimo hablaban con tristeza de la tragedia y, a su manera, Amigo descubrió lo que había ocurrido. Traspasado de dolor, sin poder creer que su amo estaba muerto, nadó rápidamente hasta su puesto de vigilancia para continuar su interminable espera por el amo que nunca regresaría.

Pero aunque lujosos hoteles bordean la costa y modernos jets remontan el cielo convirtiendo el Castillo de San Jerónimo en un simple eco de su tiempo, asombrosamente, Amigo todavía se encuentra en el mismo arrecife, en el mismo lugar de su fiel vigilia, ahora convertido en piedra con el paso del tiempo, pero aún esperando fielmente el regreso de su amo.

jueves, 26 de marzo de 2015

EL PIRATA COFRESí por Cayetano Coll y Tost

La goleta "Ana," navegando de bolina y orza este, cuarta al nordeste, dobló punta Borinquen e hizo frente a las embravecidas ondas del mar del Norte, dejando las tranquilas aguas del noroeste de la ensenada de Aguadilla.

--"Aferra el trinquete(3) y afloja foque(4) y mayor(5)", gritó Cofresí al segundo de a bordo; y echémonos mar afuera a ver si tenemos hoy buena fortuna a barlovento.

Las órdenes del pirata se cumplieron estrictas y la ligera nao empezó a navegar velozmente con todo su aparejo a vela llena. Las ondas se rompían impetuosas en su proa y azotaban con sus espumas blanquizcas la cubierta del barco. Las cuadernas de la goleta crujían de vez en cuando. Detrás iba quedando una estela de lechoso espumajo hirviente.

El horizonte estaba límpido, el cielo azul, y el brisote frescachón que soplaba del este estaba fijo. La isla se iba perdiendo de vista. De cuando en cuando una gaviota pasaba graznando sobre la embarcación: parecía un pañuelo blanco arrojado en el espacio.

--"Pilichi", dijo Cofresí al grumete, con soberbio ademán, "vé a mi camarote y tráeme el anteojo. Me parece divisar algo en lontananza".

Y el arrogante marino ponía la mano horizontal sobre las cejas, como una visera, para enfocar bien su mirada de águila y escudriñar las lejanías del mar. Recibido el catalejo lo tendió diestramente y, cierto de lo que presumía, por sus ojos fulguró un relámpago, y gritó al contramaestre con voz llena de fanfarria.

--"Hazte cargo del timón, Galache, que tenemos enemigos a la vista".

Era un brick(6) danés que conducía mercaderías de Nueva York a San Thomas. Para tal época esa isla, con su puerto franco, era un depósito de grandes aprovisionamientos de telas, ferretería y artículos de lujo traídos de Europa y Norte América para surtir las Antillas y Venezuela. Cada vez se distinguía más claro el confiado buque mercante. Cofresí pasó al entrepuente de proa e hizo en su presencia cargar el pedrero de bronce con un saquillo de pólvora y abundante metralla. Después se cercioró que estaba fuerte el montaje de la cureña y firmes las gualderas. Entonces marchó a popa donde reunió su gente, llamando a cada uno por su nombre, y les dio sus instrucciones. Revisó severamente machetes y cuchillos. Hizo traer más armas blancas y ordenó ponerlas en un sitio especial en el combés cerca del palo del trinquete. Y tranquilamente se puso a amolar, con sumo cuidado, su hacha de abordaje.

La gente del bergantín, al divisar la goleta, izó la bandera danesa en señal de saludo. La velera "Ana" izó bandera de muerte, es decir, la bandera negra de los piratas. El brick ya no podía huir y afrontó el peligro. La goleta era muy andadora y se habla apropiado directamente al enemigo. El bergantín estaba abarrotado en su carga. Su tripulación comprendió que tenía que habérselas con un barco pirata. Pronto la borda del brick fue ocupada por diez rifleros alineados que hicieron fuego de fusilaría. Eran malos tiradores. Las balas atravesaron el velamen de la "Ana" y algunas se incrustaron en la obra muerta(7) del casco. Entonces las armas de fuego no eran de repetición; de modo que mientras las cargaban de nuevo los tiradores del bergantín, la goleta se puso a doscientos pies de distancia y le lanzó una descarga de metralla con el pedrero de proa. El ruido del cañón impresionó a los marineros del brick y antes que pudieran disparar por segunda vez sus rifles, ya la "Ana" estaba al abordaje, ceñida al buque contrario por estribor.

C
ofresí, hacha en mano, seguido de los suyos, saltó ágil y célere al buque abordado y atacó cuerpo a cuerpo a los defensores del brick. Estos no estaban preparados para un combate al arma blanca. Sonaron tres o cuatro tiros y quedó despejado el entrepuente(8). Los marineros del bergantín se refugiaron en las bodegas. Rápidamente se adueñó Cofresí del buque dando muerte al timonel y a algunos marinos que quedaron sobre cubierta. Después cerraron las escotillas(9) y quedó preso bajo cubierta el resto de la tripulación del brick. El capitán danés estaba junto al palo de mesana, en un charco de sangre, con la cabeza abierta de un hachazo. Los cadáveres fueron arrojados al mar y empezó el alijo de la sobrecubierta. En seguida se saquearon las bodegas con suma precaución y se trincaron bien los presos que iban apareciendo. Luego de saqueado el bergantín se le dio barreno, y se desatracó el pirata para verlo hundirse. El brick dio una cabezada primero y se inclinó de proa; después se fue sumergiendo poco a poco hasta que de repente desapareció bajo las aguas.

La "Ana" hizo entonces rumbo hacia la Isla, que se divisaba a sotavento, y maniobró en demanda de punta San Francisco para ocultarse en Cabo Rojo.

El comercio de San Thomas estaba aterrado con las depredaciones de Cofresí. Por fin el gobierno de Washington intervino y dio orden al Almirantazgo de castigar al pirata puertorriqueño. Pronto llegó a conocimiento de Cofresí que un barco de guerra norteamericano había venido a ayudar a las autoridades de la Isla para capturarlo o destruirlo. Entonces abandonó sus correrías por aguas del Atlántico y se pasó al mar Caribe.
Estando la "Ana" fondeada en el puerto de Bocas del Infierno divisó en lontananza una vela, y Cofresí con su velera nao salió prontamente a apresarla. Pero esta vez fue por lana y le zurraron la badana. Tan pronto estuvo a tiro de cañón recibió un balazo en el bauprésque le hizo comprender que se las había con un barco de guerra. No obstante, se le fue encima valentísimo y le hizo fuego de fusilería y cañón siendo recibido de igual modo. Viendo la superioridad del contrario viró de redondo y a todo trapo emprendió la huida. La goleta, descalabrada, izó la escandalosa(10) sobre los cangrejos para escapar mejor, utilizando el viento de popa que le soplaba. Cofresí se puso al timón porque la "Ana" era una nave de buen gobierno y muy veloz, y dirigió la goleta paralelamente a la costa, bojeando el sur y burlándose de sus perseguidores hasta que la embarrancó en un bancal diestramente. Echados un bote y una chalana al agua ganaron los piratas la playa, librándose del buque de guerra que no pudo alcanzarlos, ni maniobrar con sus botes por aquellos sitios inabordables.Ya en tierra dividió Cofresí su gente en dos grupos, dándoles por punto de reunión la playa de Cabo Rojo. Antes enterraron lo que pudieron salvar de la "Ana." Cada grupo bien armado emprendió la fuga por distinta vía.

Como las Milicias Disciplinadas estaban patrullando por aquella costa, pronto los dos grupos tuvieron que batirse y abrirse campo a sangre y fuego, volviendo a subdividirse, fatigados y jadeantes, hasta que acosados por la caballería tuvieron que rendirse a sus perseguidores. El jefe pirata fue cogido después de reñida refriega, todo cubierto de heridas.

Roberto Cofresí y Ramírez de Arellano(11), natural y vecino de Cabo Rojo, era un joven altivo, de veintiséis años de edad, robusto, valiente, audaz y de bravo aspecto. Unido a quince compañeros de la piel del diablo, eran el terror de estos mares antillanos con sus piraterías.

Para satisfacer a la vindicta pública y asegurar el reposo y tranquilidad de estas islas, fueron pasados por las armas en la mañana del 29 de marzo de 1825. Un gentío inmenso presenció el horroroso espectáculo en el Campo del Morro. Un destacamento del Regimiento de Infantería de Granada formó el cuadro para conservar el orden. Una descarga cerrada de un piquete de tiradores, a una señal sigilosa convenida, hizo que once de aquellos desgraciados pasaran a la eternidad. Los otros habían muerto en los combates sostenidos con las Milicias.

 Satisfecha la curiosidad y llena de pavor dispersóse la muchedumbre conmovida. Las tropas volvieron a sus cuarteles a redoble de tambor. Y los cadáveres mutilados por la justicia humana quedaron expuestos al público por veinticuatro horas para escarmiento de malhechores.

L
os hermanos de la Caridad, que no comulgan con el odio social, previo permiso del Gobierno, dieron sepultura a aquellos cadáveres en el cementerio de Santa María de la Magdalena.

Así terminaron el valiente Cofresí y sus intrépidos compañeros de correrías piráticas.